POR CARLOS MERAZ
El crítico Nick Kent definió así la imagen de Keith Richards en los años 70: “Era el gran lord Byron; era un demente, era un depravado y era peligroso conocerlo”.
En la década de los 90, específicamente en 1997, tuve la oportunidad de crear mi propia definición del mítico guitarrista de The Rolling Stones en una entrevista face to face en el Hotel Ritz Carlton de West Palm Beach, Florida, con motivo del lanzamiento de su disco Bridges To Babylon y de los inicios de su gira homónima.
Las entrevistas se dividieron en parejas de stones, en las que a unos reporteros les tocarían Mick Jagger y Keith Richards, y a otros Charlie Watts y Ron Wood.
Hubo algunos colegas mexicanos, cuyos nombres me reservo, que dieron el grito en el aire y querían matar al label manager de Virgin México cuando se enteraron que les habían designado la segunda dupla.
Por obra y gracia de Dios o por simpatía por el diablo tuve la suerte de entrevistar, por separado, a la legendaria mancuerna Jagger-Richards.
Anteriormente nunca había asimilado plenamente que me toparía con un sobreviviente como Keith, alguien que se puede jactar de haberle escupido en la cara a la muerte en más de una ocasión y de poseer un rostro curtido por los excesos, en el que cada arruga, sin duda, es una canción.
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